La Técnica Alexander o el cultivo de la apreciación sensorial

Cuando hablamos de percepción solemos referirnos al funcionamiento de los tradicionales cinco sentidos que nos informan, nos hacen conscientes, del mundo que nos rodea. La realidad es que deberíamos  hablar de algunos sentidos más, considerar también a esos otros que nos informan, nos hacen conscientes, de nosotros mismos. Deberíamos buscar un nombre para,  por ejemplo, ese sentido que dispone de receptores que registran cambios de presión  en los órganos internos,  cambios de temperatura, dolor.

Casi a las puertas ya del siglo XX se vino a reparar en la existencia de una especie de “sentido del movimiento” que tendría que ver con la percepción de nuestra propia actividad muscular. Sería el que nos informaría de la posición relativa de las diferentes partes del cuerpo así como del movimiento de las mismas, nos orientaría en el espacio, y nos ayudaría a calibrar el grado de esfuerzo necesario para realizar una tarea. Se le bautizó con el nombre de “Propiocepción”, o sea, la percepción de sí mismo.

La Técnica Alexander, que tiene mucho que ver con la mejora de la percepción en general, se encuentra indisolublemente ligada al cultivo, desarrollo y refinamiento de la propiocepción, la percepción de sí mismo.

Al analizar el funcionamiento de cualquiera de los sentidos nos encontramos con que, más allá de la componente mecánica o fisiológica del proceso, está la participación activa del individuo, que juega un papel determinante en la calidad de la recepción de la información.

Más allá de que una serie de rayos luminosos enfocados sobre la retina lleven a sus células fotosensibles a transformarlos en impulsos nerviosos, todos sabemos que hay una gran diferencia entre “Ver” y “Mirar”; y más allá de que las vibraciones de las ondas sonoras choquen contra la membrana del tímpano, hay una gran diferencia entre “Oír” y “Escuchar”. Y todos sabemos que no hay peor sordo que el que no quiere oír.

Los impulsos nerviosos tienen que viajar hasta los centros cerebrales que los recogen, procesan e interpretan, haciéndonos conscientes de la sensación. Y en todo esto, el “estado” en que se encuentra la persona es una variable muy a tener en cuenta. El estado mental, el estado muscular, el estado emocional, el estado anímico.

La otra variable son los cambios que se producen en el propio mecanismo. Para bien o para mal, nuestros sentidos tienen una propiedad importante que es su capacidad de adaptación. La susceptibilidad de los órganos, su sensibilidad ante la influencia del estímulo, varía según las circunstancias.

Ante la presencia de una luz cegadora, se producen cambios en el receptor que nos llevan momentáneamente a no ver nada, se produce una protectora inhibición de la sensación. Por el contrario, en la oscuridad, se producen cambios que elevan su sensibilidad.

Otro ejemplo de adaptación es el hecho de que la acción continuada de un estímulo puede llegar a hacer que la sensación desaparezca por completo. Esto lo ilustra bien el ruidito del motor del frigorífico que  está sonando de fondo, de manera continua,  y llega un momento en que ya no lo oímos. Lo mismo pasa cuando  entramos en una habitación cerrada en la que hay mucha gente y percibimos un olor desagradable que los que están allí ya no perciben; nosotros mismos acabaremos no percibiéndolo si permanecemos en la habitación.

De los numerosos impulsos que les llegan, nuestros centros cerebrales andan siempre seleccionando los vitalmente importantes, y están especialmente atentos a todo lo nuevo que pueda aparecer, lo viejo lo arrinconan a un lado en un intento de protegernos de un exceso de estimulación, saturación.

Así que, para bien o para mal como decía antes, debido a los cambios a que está sujeto el individuo que percibe o a los que se operan en el propio receptor, lo cierto es que los órganos sensoriales pueden ser más o menos sensibles, más o menos fiables, reflejar con mayor o menor exactitud los fenómenos del mundo que nos rodea.

______________________________________

 

Cuando todo esto lo trasladamos al terreno de la propiocepción,  la cosa se complica todavía más: el sujeto que percibe y el objeto a percibir son ahora la misma cosa, y por lo tanto, las posibilidades de que la percepción sensorial sea errónea, fallida, se multiplican.

Gracias a los sensores que tenemos distribuidos por los músculos, tendones, articulaciones y estructuras internas del oído, nos enteramos, efectivamente, de en qué posición estamos, qué lugar ocupamos en el espacio, cuánto movimiento y actividad muscular se está dando para desplazarnos o equilibrarnos; pero muy, muy importante, es que gracias a ellos, al realizar una tarea, nos enteramos de si lo que estamos haciendo coincide o no con lo que queríamos hacer, nos retroalimentan,   determinando el curso de las acciones posteriores. Es una sofisticadísima maquinaria  que, sin embargo, puede pervertirse y generar situaciones viciadas.

Si, por la razón que sea, una persona se acostumbra a sostenerse en pie realizando muchos más esfuerzos de los realmente necesarios para ello, es bastante probable que el sistema se adapte, se habitúe, y no le avise de los errores que se están cometiendo.

Digamos, por ejemplo, que para la persona en cuestión se ha convertido en “normal” lo de romper la alineación apropiada entre cabeza, tronco y piernas, a la hora de estar de pie. Suele lanzar la pelvis hacia delante entregando más peso a la zona delantera del pie, lo que hace que la parte superior del tronco quede relativamente más atrás de lo debido, y que la cabeza se desplace ligeramente hacia delante y caiga para mantener la visión en el horizonte. Todo esto supone para  los paquetes musculares de la zona posterior del cuello y  zona lumbar un enorme sobreesfuerzo que, por continuado, ha dejado de ser percibido, en virtud de esa propiedad que veíamos tenían los sentidos que es la capacidad de adaptación.

Además, esos esfuerzos excesivos e innecesarios que está realizando  acaban conformando una idea acerca de lo que es “estar de pie” que se convierte en la “concepción” que la persona tiene de en qué consiste eso de “estar de pie”.

Una vez configurada la concepción, cada vez que desee ponerse de pie, naturalmente pondrá en marcha toda la maquinaria que le lleva a realizar todos esos esfuerzos que, si bien no son necesarios, es cierto que coinciden con su idea, con su “concepción” de lo que es estar de pie. Y el sistema le dará el visto bueno, le dirá que sí, que efectivamente lo que está haciendo coincide con lo que quería hacer, así que adelante, a seguir haciéndolo.

La repetición de la experiencia acabó perfilando una “concepción” que ahora determina las experiencias posteriores y hace que se sigan repitiendo, en un laberíntico círculo vicioso que llamamos “hábito”.

——————————————-

Este es el problema. La percepción sensorial, que en buena medida funciona a un nivel inconsciente, puede estar engañándonos. No avisándonos de que nos sentamos mal, de que nos sostenemos en pie de mala manera, de que no coordinamos bien al ejecutar algunas tareas, de que funcionamos con exceso de tensión y de esfuerzo. A lo mejor llegamos al extremo de hacernos daño y entonces el dolor o las lesiones avisan de que algo no va bien. Pero es muy difícil darse cuenta de exactamente qué, y más difícil todavía ingeniárselas para salir del círculo.

——————————————-

Y ahora es cuando entra en escena la genialidad del Señor F.M. Alexander y la Técnica que elaboró.

Alexander se dio cuenta de la enorme importancia de la percepción, de que la concepción que tenemos de nuestros movimientos y de nuestras acciones, la idea que tenemos de nosotros mismos y de nuestra vida, nuestra identidad,  todo, depende por completo de la calidad de nuestra percepción sensorial.

Se dio cuenta de que nuestra percepción sensorial es errónea, está pervertida, viciada, como consecuencia del mal uso que hacemos de nuestro propio organismo.

Y desarrolló un método de trabajo orientado a mejorar ese uso ayudándonos así a mejorar la apreciación sensorial.

El método, lo estamos conociendo desde la práctica, se basa fundamentalmente en la toma de conciencia, en el “darse cuenta” para poder cambiar.

Y para “darse más cuenta” de lo que estamos haciendo es imprescindible empezar por dejar de hacerlo.

Cuando hacemos menos percibimos más. (1)

Nos damos cuenta de que estamos apretando innecesariamente cuando dejamos de apretar, de la misma manera que venimos a reparar en el dichoso ruidito del frigorífico en el instante en que cesa.

Aquí no valen teorías ni largas explicaciones. Estamos hablando de procedimientos prácticos que apuntan a proporcionarle a la persona una experiencia práctica: la experiencia sensorial de hacer las cosas de forma diferente, de manera más equilibrada y mejor coordinada. Hacia ahí se orienta todo, absolutamente todo el trabajo.

A la persona de nuestro ejemplo tenemos que conseguir darle la experiencia de sostenerse en pie sin realizar sus esfuerzos habituales. Solamente entonces será posible convencerla de que es posible sostenerse en pie sin realizar sus esfuerzos habituales, cambiar su “concepción”.

No es tarea fácil. En el camino nos vamos a tener que pelear con ese mismo sentido de la propiocepción que estamos tratando de educar. Ese sentido, viciado, que le dice que todo va bien cuando está haciendo las cosas mal y que le va a decir que algo va mal cuando empiece a hacer las cosas bien.

Para resolver este problema es para lo que le pediremos a la persona que realice el trabajo mental que le corresponde realizar: inhibir y dirigir.

Para resolver este problema es para lo que el profesor trabaja con sus manos.

Para resolver este problema es para lo que podemos ayudarnos de algún otro elemento que nos proporcione información objetiva como es el caso del espejo.

Para resolver este problema es para lo que aplicamos La Técnica Alexander: para mejorar el uso, que es lo que trae consigo la mejora de la apreciación sensorial.

 

 

Pepe Castillo       Agosto 2014

 

 

Notas:

(1)  En el estudio de la percepción aparece un concepto interesante que es el del “umbral diferenciador”. Se refiere a la diferencia mínima que debe haber en la intensidad de dos estímulos para que provoquen sensaciones diferentes perceptibles. Si, por ejemplo, alguien sostiene en cada mano un peso de 100 gr. supongamos que necesita que se añadan un mínimo de 10 gr. en una de las manos para que pueda percibir la diferencia. Si luego, este sujeto, sostiene en cada mano un peso de 1000 gr., respetando ese porcentaje, vamos a necesitar añadir un mínimo de 100 gr. para que pueda percibir alguna diferencia. Si ahora añadiéramos sólo 10 gr. no notaría nada.

El umbral diferenciador es una magnitud relativa constante, y eso explica el que mientras más activos estemos, muscularmente hablando, en peores condiciones de percibir nos encontramos.